Sí, a ratos me hace falta un instante gratuito. Música suave, o ninguna. Un paseo que me conduzca a ningún sitio. Una página de la agenda vacía de citas. Un rato de ensimismamiento, para pensar un poco, para reír por nada. Hace falta un rato de sereno abandono en el que deje de estar alerta, en el que no haya nada que mostrar, un rato de sinceridad sin juicio. Hace falta un tiempo perdido, un tiempo de silencio, para el encuentro con uno mismo. Y por eso a veces tengo que parar. Es desde esa quietud primera desde donde puedo ser más cercano con otros. Es en ese espacio íntimo, donde mis manías no necesitan disfraz, y mis méritos no quieren medallas; donde mis miedos y fortalezas se comparten; donde uno es más vulnerable, pero más real; donde entran los nombres que significan tanto para mí; es en ese espacio donde el encuentro es más intenso. El encuentro con Dios y el encuentro con los otros. Es ahí donde la caricia toca lo más hondo de uno mismo, donde la palabra no es ruido sino vínculo, donde la relación se vuelve rama sólida que entrelaza mi vida con otras vidas. Desde ese silencio crece el amor.

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