Hablar de ser profeta nos trae a la memoria los nombres de grandes hombres y mujeres que han sabido ser Palabra de Dios para el mundo. Desde el Antiguo Testamento hasta nuestros días hay muchas personas a las que reconocemos como tales: Isaías, Juan el Bautista, San Francisco de Asís, Pedro Arrupe, Monseñor Romero... Todos ellos hicieron con su palabra o con su vida que la gente de su tiempo reconociera la presencia de Dios en el mundo, señalaron aquello que impedía que el Reino de Dios se hiciese presente o propusieron nuevos caminos que aterrizaran en lo concreto la fe en Dios. Pero la capacidad de ser profeta no es algo exclusivo de unos pocos, sino algo a lo que todos estamos llamados. Para ser los ojos, los oídos y la palabra de Dios en medio del mundo.

El Señor me habló así: Antes de formarte en el vientre te conocí; antes que salieras del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones. Yo dije: ¡Ah, Señor, mira que no sé hablar, pues soy un niño!. Y el Señor me respondió: No digas: “Soy un niño”, porque irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene. No les tengas miedo, pues yo estoy contigo para librarte, oráculo del Señor. Entonces el Señor alargó su mano, tocó mi boca y me dijo: “Mira, pongo mis palabras en tu boca: es este día te doy autoridad sobre naciones y reinos, para arrancar y arrasar, para destruir y derribar, para edificar y plantar” (Jr 1, 4-10)

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