“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús.
Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre renace la alegría.”

Con estas palabras se dirige el Papa Francisco a nosotros, cristianos, para invitarnos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría. ¡Qué enorme reto! Sobre todo porque como escribe el Papa en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium vivimos en un mundo con una múltiple y abrumadora oferta de consumo, que promueve una tristeza individualista, una vida interior que termina en los propios intereses donde no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Muchas veces caemos en este riesgo y nos convertimos en seres resentidos, quejosos, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y plena, ni el deseo de Dios para nosotros: la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.


Como consecuencia, la Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». (Evangelii Gaudium, 24).