El Dios del que nos habla Jesús es un Dios que no conoce otra forma de relacionarse con sus hijos que no sea desde el amor. Es un padre que no premia a los buenos y castiga a los malos, sino que nos da a todos un amor desbordante. Es un amor que no excluye a nadie, creyentes y no creyentes, buenos y malos….

Lo que nos propone no es una doctrina ni una ley, es una invitación personal para optar por algo que realmente merece la pena. Cuando sentimos su amor incondicional, aún en las ocasiones que hemos metido la pata hasta el fondo y experimentamos su perdón, es cuando desde ahí, desde allí abajo, desde nuestro pecado y debilidad, desde donde nos da toda su confianza, a sabiendas de que somos débiles y pecadores, o quizá por eso mismo, porque hemos experimentado que nosotros no somos los protagonistas, que no somos el ombligo del mundo y entonces no hay mayor alegría porque percibimos que nuestra vida y nuestro proyecto encaja con algo realmente grande y bueno y que no tiene sentido disimular, porque el Señor nos conoce y no podemos hacer otra cosa que ponernos manos a la obra, junto con nuestros hermanos compañeros de camino.



Dios perdonó mi debilidad:
porque es eterno su amor.
Y me liberó de la oscuridad:
porque es eterno su amor.
Con mano poderosa, con brazo fuerte:
porque es eterno su amor.
Dios me ofrece su gracia:
porque es eterno su amor.
Dios creó en mí una nueva esperanza: 
porque es eterno su amor.
Y me llamó a una nueva vida:
porque es eterno su amor.
(Del Salmo 136).