Para los estudiantes universitarios los meses de enero y febrero son tiempo de estudio intensivo, horas y más horas ante los apuntes, nervios, largas noches de estudio... Y al final enfrentarse cara a cara ante las preguntas o problemas propuestos por el profesor de turno. A veces incomprensibles y que parece nada tienen que ver con lo que has estudiado Otras que parecen preparadas para que el estudiante se luzca y pueda contar todo lo que ha aprendido. Y en cualquiera de los casos sin saber si lo aprendido durará mucho o poco tiempo en tu cabeza.
Pero exámenes padecemos muchos a lo largo de la vida, no sólo los universitarios. Desde niños en el colegio, en el instituto, en las oposiciones, el First, el examen de conducir... En el mundo laboral también nos pondrán notas en función de nuestros resultados, objetivos cumplidos, índices de calidad... Nos examinarán de arriba a abajo cuando hagamos una entrevista laboral. Y hay quien encima se dedica a la enseñanza y le toca la difícil papeleta de evaluar lo que sus alumnos han aprendido, y también dedica largas horas a poner exámenes y corregirlos.
En la vida espiritual y sobre todo en la espiritualidad ignaciana, también estamos muy acostumbrados a hacer examen del día o de la oración. Pero por suerte, cuando entiendes lo que esto significa, empiezas a cogerle cariño a la palabra examen. Por primera vez en tu vida estás ansioso por hacerlo. Porque el examen ignaciano es tiempo de encuentro con Dios. Aquí nos olvidamos de ponernos notas, de juzgarnos o de compararnos con otros. Sólo buscamos encontrar el paso de Dios por mi vida o por mi oración. Y rara es la vez que no lo encontramos. Cuando uno lo practica asíduamente aprende a encontrar la huella que Dios va dejando en su vida, en su corazón y en el mundo que le rodea. El examen es el momento de acercarse a Dios con un "gracias" en la boca: por lo mucho recibido, por lo que mi vida tiene de don y de presencia de Dios. También habrá hueco lógicamente para descubrir lo que podría cambiar para que la presencia de Dios fuera mayor o para que mi relación con El no fuera a trompicones. Pero aquí no hay examinador y examinado. Sólo Dios y yo buscándonos el uno al otro. Queriendo encontrar cada uno lo mejor del otro. El fin no es el examen, sólo un medio para seguir aprendiendo mientras caminamos.
Hoy os invitamos a que introduzcáis siempre un pequeño examen al final de vuestra oración. El resultado no será una nota, sino un paso más para crecer en vuestra vida de oración. Así al final de la oración puedes siempre preguntarte: ¿Cómo ha ido este tiempo de oración? ¿Me ayudó el sitio que elegí a estar centrado? ¿Cumplí el tiempo que me había propuesto? ¿Me resultó fácil o difícil? ¿Qué sentimientos han surgido en la oración en los que creo haber descubierto una palabra de Dios? ¿Han dominado los sentimientos de alegría o de sequedad? ¿Ha habido algo que me haya atraído especialmente durante la oración?
Al final de la oración puedes escribir unas pocas líneas hablando de todo esto. Y de vez en cuando releerlas, contrastarlas con tu comunidad, con algún religioso o acompañante que te ayude en tu vida de oración... Y así te aseguro que irás descubriendo cómo es el paso de Dios por tu oración y por tu vida. Por dónde te va llevando y lo que quiere de ti. Casi sin quererlo irás aprendiendo a mejorar tu oración y a vivir más intensamente el encuentro con Dios en el día a día.
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