¿Es mi amor a Dios una lista de palabras y ritos vacíos? ¿O por el contrario están esas palabras y ritos llenos de nombres, gestos y obras? ¿Están los más necesitados tan cerca de mi corazón como lo están del corazón de Dios?
No creo en un Dios de “bolsillo” que me sirve cuando estoy en crisis o que ampara mis pecados si rezo o hago una donación. Perdonen, pero no creo en el Dios “traga niquel” que funciona cuando hago novena o enciendo una vela si es “mágica” la intención. No creo en un Dios ingenio que porque “no mato ni robo” disimula mi terrible pecado de omisión.
Tampoco creo en dioses nuevos ni viejos que se adoran por su temporal y efímero poder: dinero, personas, ideologías y placer. Como tampoco creo en los que se arrodillan ante estos ídolos de barro y adulan y hacen trampas, lo que sea, por alcanzar su “bendición”. No creo. Todos esos dioses pagan a sus aduladores con su perdición.
Creo en el Dios que se goza con la fe sencilla de los sufridos de siempre y camina con ellos todos los días buscando el empleo que nunca llega. Creo en un Dios de ternura y consuelo que busca al pecador y no descansa hasta tenerlo de vuelta en su casa. Creo en un Dios Compasión que recibe al que lo ofendió y lo acurruca en su corazón y manda preparar fiesta en el cielo por su conversión.
Creo en un Dios que vive y reina en los desposeídos y que sitúa su reino en los hombres y mujeres de buena voluntad. Creo en un Dios que se “pasea por el jardín” de nuestros corazones y se complace viendo las flores de la humildad, generosidad, gratitud y compasión. El Dios en quien creo sufre de manera misteriosa pero real mientras sigue la pasión del mundo y está actuando en la historia para liberarnos de todo mal. Creo en el Dios Crucificado que agoniza con los moribundos de nuestros hospitales y que está en las cárceles esperando la visita que nunca llega.
Mons. Rómulo Emiliani, cmf
Obispo Auxiliar de San Pedro Sula
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