No es fácil enfrentarse con el pecado. A nadie le apetece reconocer que no todo lo hace bien, que no siempre acertamos con la forma en la que hacemos las cosas, que causamos dolor a nuestro alrededor.

Nuestro pecado personal forma parte de las muchas situaciones de pecado que hay en el mundo, y todas ellas evitan que el mundo se parezca a lo que Dios espera de él. Cada pecado nos aleja un poco de Dios. Y sin embargo una y otra vez Dios confía en nuestra capacidad para cambiar. El sigue saliendo al encuentro de cada uno de nosotros para recordarnos que alejarnos de El es alejarnos de la felicidad. Que nuestro lugar natural es estar junto a nuestro Padre aunque a veces le demos algún disgusto que otro.

“¿Quien de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se había perdido”. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15, 4-7)

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