Conforme el pueblo judío se iba apartando de la Alianza con Dios, los profetas iban anunciando que llegaría el castigo, la maldición, acompañada de la pérdida de la tierra y de la independencia. Y ocurrió. Los Babilonios invadieron Jerusalén, destruyeron la ciudad, incendiaron el templo y expulsaron al pueblo de Israel. Aquello supuso una catástrofe inmensa para los israelitas de ese tiempo. ¡El reino de Dios se acababa!
Sin embargo, en el destierro aprendieron a poner su confianza en el poder de Dios, no en poderes civiles o militares. De alguna forma Dios se desterró con los desterrados, y así experimentaron que Dios no abandona a su pueblo. Estando con ellos les garantizó que había un futuro.
Porque yo sé muy bien lo que haré por vosotros; os quiero dar paz y no desgracia y un porvenir lleno de esperanza, palabra de Yahvé. Cuando me invoquéis y vengáis a suplicarme, yo os escucharé; y cuando busquéis mi corazón encontraréis, siempre que me imploréis con todo vuestro corazón. Entonces, haré que me encontréis, volverán vuestros desterrados, que yo reuniré de todos los países y de todos los lugares adonde os expulsé. Y luego os haré volver de donde fuisteis desterrados” (Jer 29, 11-14)
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