En nuestras ciudades las luces avisan que ha llegado la Navidad. Suenan villancicos. ¡Navidad! ¡Dulce Navidad!
Y a veces tantas luces se olvidan de iluminar lo más importante que ocurre en Navidad: Dios abraza nuestra carne. Dios viene a vivir con nosotros, como uno de los nuestros. Dios se hace rostro cercano y comprensible para el hombre.
Así, cuando se apagan las luces de mentira, sigue brillando la luz profunda de ese Dios que trae esperanza a los cojos, a los sordos, a los ciegos, a los mudos, a los tristes, a los pequeños, a los cansados, a los heridos, a todos…
La luz verdadera que ilumina a todo hombre estaba viniendo al mundo. En el mundo estaba, el mundo existió por ella, y el mundo no la reconoció. Vino a los suyos, y los suyos no la acogieron. Pero a los que la acogieron, a los que creen en ella, los hizo capaces de ser hijos de Dios: quienes no han nacido de la sangre ni del deseo de la carne, ni del deseo del varón, sino de Dios. La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Y nosotros contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de lealtad y fidelidad (Jn 1, 9-14)
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