El sufrimiento y el dolor cuestionan lo más profundo de nuestra fe.  A veces nos hacen incluso dudar de un Dios que decimos que es amor, y nos llevan a una espiral de dudas e incomprensión. Las respuestas se hacen difíciles y no siempre nos satisfacen por completo.
Ante la visión del dolor y lo que remueve dentro de nosotros, es habitual intentar volver la vista a otro lado. No es agradable de contemplar, y mucho menos cuando cuestiona mi estilo de vida, el de la sociedad en la que vivo, o la pasividad de muchos hombres y mujeres.
Hoy queremos acompañar a las víctimas de la violencia. Personas condenadas a sufrir la irracionalidad extrema del ser humano. Víctimas de las hambrunas, guerras internas o violencia de grupos armados, que les obligan a dejar todo y marcharse a otro país. Para muchos el trayecto hasta su destino final se convierte en una trampa mortal. Humildemente nos unimos a ellos y nos hacemos cargo de su sufrimiento.


Él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: -¿Y quién es mi prójimo? Jesús le contestó: -Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó. Tropezó con unos asaltantes que lo desnudaron, lo hirieron y se fueron dejándolo medio muerto. Coincidió que bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verlo, pasó de largo. Lo mismo un levita, llegó al lugar, lo vio y pasó de largo. Un samaritano que iba de camino llegó adonde estaba, lo vio y se compadeció. Le echó aceite y vino en las heridas y se las vendó. Después, montándolo en su cabalgadura, lo condujo a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al posadero y le encargó: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta. ¿Quién de los tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los asaltantes? Contestó: -El que lo trató con misericordia. Y Jesús le dijo: -Ve y haz tú lo mismo. (Lc 10, 29 - 37)

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