A todos nos gusta recibir de vez en cuando una palmadita en la espalda. Que alguien nos diga lo bien que hemos hecho alguna cosa o que se reconozca nuestro esfuerzo. Sobre todo cuando es algo no esperado o viene de alguien a quien admiramos.

Mi problema es que muchas veces también llego a mi oración buscando esa palmadita en la espalda. Que mi oración confirme mi vida, que sirva para reafirmar mi camino, y que me cuestione lo menos posible. En esos momentos me acuerdo del joven rico, que hubiera quedado encantado si su conversación con Jesús hubiera durado la mitad. Él, que esperaba un reconocimiento por su cumplimento de la ley quedó decepcionado cuando se dio cuenta que era incapaz de poner toda su vida en juego.

Y es que ponerse a hacer oración tiene estos riesgos. Que a veces uno no escucha lo que le gustaría, y siente que se le pide más de lo que quiere dar. Sin embargo, mi experiencia y la de muchos otros, es que Dios nunca pide más de lo que puede dar cada uno. Que la palmadita en la espalda muchas veces viene desde esa petición de algo más. Porque Él nos conoce, y sabe hasta donde podemos llegar. Porque su manera de desinstalarnos también es su manera de decirnos: "Confío en ti, sé que puedes hacerlo".