No dejará nunca de sorprendernos la capacidad de los seres humanos para hacerse preguntas, para ir siempre un poco más allá de lo que ya conoce, para poner todo su esfuerzo y capacidades en esas búsquedas en la inmensidad del universo o en lo más pequeño de él.
Podría preguntarme si yo también vivo así mi vida espiritual y mi relación con Dios. Seguro que a lo largo de mi vida han sido (y serán) muchos los momentos en que me asalten preguntas sobre quién es Dios, cómo vivir mi relación con él, qué sentido tiene mi vida, qué espera Dios de mí... Y en mis manos está el poner todo de mi parte por buscar respuestas, o simplemente dejar que el tiempo acalle las preguntas. La sed de conocimiento y sentido no se acaba en las respuestas científicas que nos ofrecen los grandes descubrimientos. Nuestra sed de Dios, de trascendencia y de sentido necesitarán también una búsqueda activa. Fiándonos de los que caminaron y caminan por delante nuestro, pero también atreviéndonos a lanzar nuestra búsqueda individual.
Señor, si no estás aquí,
¿dónde te buscaré estando ausente?
Si estás por doquier,
¿cómo nos descubro tu presencia?
Cierto es que habitas
en una claridad inaccesible.
Pero ¿dónde se halla
esa inaccesible claridad?
¿Quién me conducirá hasta allí
para verte en ella?
Y luego, ¿con qué señales,
bajo qué rasgos te buscaré?
Nunca jamás te vi, Señor, Dios mío;
no conozco tu rostro...
Enséñame a buscarte
y muéstrate a quien te busca,
porque no puedo ir en tu busca,
a menos que Tú me enseñes,
y no puedo encontrarte
si Tú no te manifiestas.
Deseando te buscaré,
te desearé buscando,
amando te hallaré,
y encontrándote te amaré.
(San Anselmo)
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