La limosna, que implica vivir con los ojos abiertos al prójimo y sus necesidades, para compartir lo que tenemos y lo que somos. La oración, el encuentro personal con el Señor, en el que nos quitamos la armadura y los tacones, y nos permitimos ser: pequeños, frágiles, y profundamente amados. Y el ayuno, invitación a la justicia, a la moderación, a renunciar a los excesos que provocan sufrimiento, a la libertad.
“Rasgad los corazones y no las vestiduras; Convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso” (Joel 2, 12).
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