Si miramos a nuestro alrededor, con frecuencia observamos a personas que nos llaman la atención por su entrega, por su disponibilidad y atención a los demás. El médico que trata con paciencia y profesionalidad a su paciente, aunque a veces él mismo esté enfermo; el sacerdote que escucha, dando de su tiempo y de su persona, a quien lo necesita, creando una esperanza; la enfermera que atiende solícita y cuidadosa al moribundo, dándole el convencimiento de que es importante y valioso; el catequista que cuenta la historia de cada uno de sus chavales, los cuales siguen confiando en él como en alguien que es mucho más que amigo; el padre o la madre que piensan sobre todo en sus hijos cada día al levantarse y al acostarse, que llevan sus nombres grabados en el corazón…


Porque estamos creados para dar amor y recibirlo, para ser felices amando. Nuestra vida tiene un objetivo, alguien ha pensado en nosotros antes de que existiéramos y existimos porque nos ha querido.



El Señor me dijo: Tú eres mi siervo -Israel-, de quien estoy orgulloso. Y ahora habla el Señor, que ya en el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel -tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza-: Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra. (Is. 49, 3. 5-6).