La vivencia de la cruz y muerte de Jesús provoca una gran tristeza y desamparo. Los apóstoles vivieron estos sentimientos en primera persona y se quedaron paralizados, con dudas y desesperanza. Pero tras la Resurrección, las apariciones de Jesús facilitaron el encuentro personal, y fue gracias a esos encuentros cuando se fue transformando el interior de los apóstoles para ver las cosas de forma distinta, para dejar el miedo y alcanzar el valor. La presencia de Jesús resucitado les iluminó para comprender el sentido de lo ocurrido y, sobre todo, les consoló con serena alegría. 

San Ignacio nos ayuda a prepararnos para reconocer esos momentos de consolación y nos explica que en consolación “mi alma se llena de amor a su Creador y Señor”, y cuando experimento que “Dios es el centro y todo uno” y “todo mi ser se llena de esa presencia de Dios que lo colma todo y encuentro en Él mi razón de ser”. En ese momento de consolación, de presencia de Dios en mi vida, “nada puede ser vivido, entendido, amado, gozado sino sólo Dios”.


Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice: Paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. (Jn. 20, 19-20).