Quizá una de las cosas que más cuesta en la oración es asumir los tiempos en los que no siento nada, en los que parece que soy incapaz de escuchar la voz de Dios o cuando después del tiempo de oración parece que estuve allí sólo.
En la sociedad en que vivimos triunfan y son modelos aquellos que se han hecho a sí mismos, los que triunfan gracias a sus capacidades, los que han llegado a la cima de sus profesiones por ser mejores que los demás. Y sin duda que el esfuerzo es un valor, pero muchas veces en nosotros esa capacidad de lucha y esfuerzo por perseguir lo que queremos se va impregnando de autosuficiencia. Parece que nuestros logros sólo llegan fruto de ese esfuerzo, que no debemos nada a nadie, que nos bastamos nosotros solos.
Por suerte para nosotros la oración es una escuela de todo lo contrario. Exige perseverancia, fidelidad y un esfuerzo personal por acercarse a Dios. Exige movilizar todas nuestras capacidades en la búsqueda de su palabra para nuestra vida. Pero por encima de ese esfuerzo personal estará siempre la humildad de saber que nada sale de nosotros. Que es Dios el que siempre lleva la iniciativa y el que se ofrece por su propia voluntad. No podemos controlar cuándo le vamos a encontrar ni cuándo se va a hacer presente.
Por eso también a veces podemos agradecer al Señor esos tiempos de silencio. Esos momentos en los que nos cuesta verle. Por difícil que resulte. Porque ese tiempo es también escuela de oración. Es tiempo de aprender que sentir o ver a Dios no es algo que yo pueda manipular o merecerme con mi esfuerzo. Es algo que recibo gratuitamente.

  Señor, si no estás aquí, 
¿dónde te buscaré estando ausente? 
Si estás por doquier, 
¿cómo no descubro tu presencia? 
Cierto es que habitas 
en una claridad inaccesible. 
Pero ¿dónde se halla
 esa inaccesible claridad? 
¿Quién me conducirá hasta allí 
para verte en ella? 
Y luego, ¿con qué señales,
bajo qué rasgos te buscaré? 
Nunca jamás te vi, Señor,
Dios mío; no conozco tu rostro... 
Enséñame a buscarte 
y muéstrate a quien te busca, 
porque no puedo ir en tu busca, 
a menos que Tú me enseñes, 
y no puedo encontrarte 
si Tú no te manifiestas. 
Deseando te buscaré, 
te desearé buscando, 
amando te hallaré, 
y encontrándote te amaré. 

 San Anselmo